dimarts, 27 de maig del 2008

4) don quijote. cuarto capítulo

don azote en sierra morena

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1) Aunque iba molido por las pedradas, don Quijote entró en Sierra Morena con el corazón alegre, pues pensó que entre aquellas montañas le esperaban más aventuras que en ninguna otra parte. Al verse lejos de los caminos y de los malnacidos galeotes, Sancho sacó de sus alforjas un mendrugo de pan y un trozo de queso, y agradeció a Dios que Ginés y sus compinches no le hubiesen quitada la comida además de la ropa. Pero, justo cuando empezaba a llenar la panza, don Quijote descubrió entre unos arbustos una maleta medio podrida y le pidió a Sancho que la abriese. El buen escudero obedeció tan rápido como pudo, y sacó de la maleta cuatro camisas de hilo fino, un librillo de memoria muy bien encuadernado y un pañuelo con más de cien escudos de oro.
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-Acércame el librillo, Sancho -dijo don Quijote-, y quédate con el dinero, porque te lo mereces más que nadie en el mundo.
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Al oir aquello, Sancho se alegró tanto que se puso de rodillas ante su señor y le besó las manos más de veinte veces.
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-¡Por fin una aventura de provecho! -decía-. ¡Ahora sí que doy por bien empleados todos los palos y pedradas que he recibido!
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Mientras Sancho enloquecía de felicidad, don Quijote se puso a hojear el librillo de memoria, y, como vio que estaba lleno de poemas de amor, decidió quedárselo, porque siempre había sido muy aficionado a los versos. Sancho le pidió que le leyese algún poema, a lo que don Quijote respondió recitando con mucho sentimiento un hermoso soneto sobre las crueldades del amor. Acabado el poema, los dos andantes siguieron su camino peñas arriba, y así fue como al poco rato llegaron a un verde prado lleno de flores por donde corría un manso arroyuelo.
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2) -¿Sabes qué he decidido, Sancho? -dijo entonces don Quijote-. Que voy a quedarme unos días entre estas ásperas montañas haciendo penitencia. Porque debes saber que todos los caballeros andantes, cuando eran traicionados por su dama, se retiraban a la soledad del monte para llorar y dar tumbos y rasgarse la ropa como si hubieran perdido el juicio.
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-¿Queréis decir que Dulcinea se ha encariñado con otro y ya no os quiere?
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-Claro que no, Sancho, pero en eso está el punto. Porque qué gracia tiene volverse loco cuando a uno le dan motivos? El toque está en desatinar sin razón alguna para que Dulcinea piense: "si mi don Quijote hace esto en seco, ¿qué no haría en mojado?".
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-¿Y qué hago yo mientras vuestra merced llora y suspira?
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Irás al Toboso y le llevaás una carta a Dulcinea. Y yo te pagaré el favor escribiéndole a mi sobrina para que te regale tres pollinos muy buenos que tengo en mi establo.
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-Me parece bien -dijo Sancho.
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-Como no tengo papel, voy a escribir las cartas en este librillo que nos hemos encontrado, pero antes de llegar al Toboso acuérdate de buscar a un maestro de escuela para que te copie la carta de Dulcinea en un papel más apropiado.
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-Pero entonces ella se dará cuenta de que la letra no es la suya...
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3)-Eso no importa, Sancho, porque Dulcinea no sabe leer ni escribir, ni jamás ha visto mi letra, pues nuestros amores han sido platónicos.
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-¿Quiere decir que nunca ha hablado con ella?
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-Ni le he hablado ni la he visto más de tres veces en toda mi vida, porque su padre, Lorenzo Corchuelo, apenas la deja salir de casa, por miedo de que vuelva loco de amor al primer hombre que se cruce con ella.
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-¿Me está diciendo que Dulcinea del Toboso es Aldonza Lorenzo, la hija de Lorenzo Corchuelo?
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-Esa misma -respondió don Quijote-, y es tan hermosa y delicada que merece ser la reina de todo el universo.
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-¡Yo la conozco de sobras, y sé que es una moza hecha y derecha y de pelo en pecho! Da unas voces que dejan sordo y levanta un saco de patatas en menos que canta un gallo. ¡Y yo que pensaba que la señora Dulcinea era una princesa...!
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-Cuida lo que dices, sancho, que para mí Dulcinea vale tanto como la más alta princesa de la tierra. Y poco me importa que no sea de alto linaje, porque yo la pinto en mi imaginación como deseo.
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-¡Y hace muy bien! -concluyó Sancho-. Pero no hablemos más y póngase a escribir.
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Don Quijote se apartó un poco para redactar las cartas a solas, y luego le dijo a Sancho que iba a leerle la de Dulcinea por si perdía el librillo durante el viaje.
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4) -No vale la pena, señor, porque tengo tan mala memoria que a veces me olvido hasta de cómo me llamo. Pero, de todas formas, léamela, que me gustará oirla.
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Don Quijote leyó la carta, y a Sancho le pareció que era lo más sentido que había oído en todos los días de su vida.
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-¡Cómo escribe vuestra merced! -dijo-. ¡Si sabe más que el diablo! Pero ahora escríbale a su sobrina por lo de los pollinos.
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En cuanto don Quijote acabó la segunda carta, Sancho montó en su borrico para ponerse enseguida en camino, pero su amo le dijo que aguardase un momento:
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-Espera, Sancho, que voy a darme unos cuantos cabezazos contra esas peñas para que puedas contarle a Dulcinea las locuras que hago por ella.
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-No es necesario, señor, que yo le diré que se ha dado mil cabezazos contra una roca más dura que el diamante.
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-Entonces espera al menos a que haga dos docenas de locuras.
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-Le digo que no se moleste, señor.
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Pero don Quijote no le hizo caso, sino que se quitó los calzones a toda prisa y comenzó a dar volteretas desnudo de cintura para abajo, enseñando cosas que Sancho habría preferido no ver. "¿Bien puedo jurar que mi amo está loco!", se dijo el buen escudero, y con ese pensamiento se puso en camino.
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Aquella noche durmió Sancho al raso, y al día siguiente pasó ante la venta donde lo habían manteado y se detuvo a la puerta diciéndose: "¿Entro o no entro?". Estaba muerto de hambre y quería probar un plato caliente porque llevaba muchos días comiendo fiambre, pero no se atrevía a entrar por no revivir los malos recuerdos del manteo. Y en esa duda estaba cuando salieron de la venta dos hombres y dijeron a un tiempo:
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5) -Pero ¿aquel no es Sancho Panza?
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Lo habían reconocido con tanta facilidad porque aquellos dos hombres eran el cura y el barbero de la aldea, los mismos que le habían quemado los libros a don Quijote. Al verlos venir, Sancho estuvo a punto de ponerse en fuga para no tener que contestar preguntas incómodas, pero al fin decidió quedarse por no levantar sospechas.
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-¿Dónde está vuestro amo, Sancho Panza? -le dijo el cura al acercarse.
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-Es un secreto, y no pienso decirlo.
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-Entonces pensaremos que lo habéis matado -le avisó el barbero-, pues salisteis de la aldea con él y ahora váis solo.
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-Yo no soy hombre que mate a nadie -protestó Sancho-. Don Quijote está haciendo penitencia en el monte muy a su sabor, y yo voy al Toboso a llevarle una carta a Dulcinea, de la que mi amo está enamorado hasta los hígados.
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-Entonces dejadnos ver la carta y os creeremos.
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Sancho se metió la mano en el pecho para buscar el librillo pero por más que palpó no dió con él, pues don Quijote se lo había quedado sin darse cuenta
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-¡Ay! -gritó sancho más pálido que un muerto, y empezó a arrancarse las barbas y a aporrearse las narices, de tan disgustado como estaba.
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-Pero ¿qué os pasa? -le preguntó maese Nicolás, muy alarmado.
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-Que he perdido tres pollinos como tres castillos, porque no encuentro las cartas de mi señor.
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-Pero seguro que las recordaréis -le advirtió el cura-, así que no tenéis más que dictármelas para que las copie.
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6) -Sí que las recuerdo, sí. La de Dulcinea decía...
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En su carta, don Quijote llamaba a Dulcinea "alta y soberana señora", le contaba que tenía el corazón herido de amor, le juraba que se pasaba las noches pensando en ella y se despedía diciéndole: "Besa vuestros pies, El Caballero de la Triste Figura". Sancho se pasó un buen rato tratando de hacer memoria de todo aquello, pero, por más que se rascaba la cabeza y miraba unas veces al suelo y otras al cielo, no recordaba una sola palabra. Hasta que al fin, después de haberse roído la mitad de la yema de un dedo, dijo con satisfacción:
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-¡Ya me acuerdo! La carta de Dulcinea decía: "Alta y sombreada señora, estoy muy mal del corazón y no puedo dormir porque me paso toda la noche besuqueándoos los pies".
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El cura tuvo que esforzarse mucho para no reirse.
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-¡Qué buena memoria! -dijo-. Enseguida buscaré papel y copiaré esas delicadas palabras. Pero ahora entrad con nosotros a la venta, que ya es hora de comer.
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-Mejor sáquenme algo caliente -dijo Sancho-, porque prefiero no entrar.
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El cura y el barbero no entendieron qué podía tener Sancho contra aquella venta, pero no quisieron preguntar más, sino que le sacaron un plato caliente y luego se entraron a comer. Durante el almuerzo, el cura estuvo pensando de qué modo podían devolver a don Quijote a la aldea, y al final le dijo al barbero:
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-Lo mejor que podemos hacer es que yo me haga pasar por una princesa menesterosa y vos por mi escudero, y que le pidamos a don Quijote que nos acompañe a nuestro reino para matar a un gigante que no nos deja vivir.
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7) Como al barbero le pareció buena idea, le pidieron a la ventera unas prendas con las que disfrazarse. El cura se puso un manto y una falda, y maese Nicolás se tapó media cara con una cola de buey que hacía las veces de barba. Pero, al salir de la venta, el cura pensó que no era decente que un hombre de iglesia fuese por los caminos vestido de mujer, así que le dijo al barbero:
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-Dadme esas barbas, que yo haré de escudero y vos de doncella.
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Estaban cambiándose las ropas cuando de pronto apareció Sancho, que estuvo a punto de morirse de risa al verlos.
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-¿Adónde van vestidos de carnaval? -les dijo.
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-A ayudar a vuestro amo.
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-Mi amo no necesita ayuda, porque de aquí a dos días será emperador, y a mí me hará gobernador de una ínsula.
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-Para que vuestro amo sea emperador -dijo el barbero-, hay que sacarlo de su penitencia, o perderá la vida antes de que pueda ganar su primer reino.
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Entonces el cura le explicó a Sancho el plan que tenían.
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-Debéis llevarnos hasta don Quijote -le dijo-, y no nos descubráis, o jamás seréis gobernador.
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-Pero yo tengo que llevarle la carta a Dulcinea...
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-¿Qué necesidad tenéis de ir al Toboso? Basta con que le digáis a don Quijote que habéis encontrado a Dulcinea con muy buena salud y con muchas ganas de verle.
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8) Tanto le insistieron, que Sancho Panza acabó por ceder y dar media vuelta. Y así fue como al día siguiente entraron en Sierra Morena, en una de las jornadas más calurosas del mes de agosto. Al llegar a un bosquecillo, Sancho les dijo al cura y al barbero:
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-Quédense aquí vuestras mercedes, que yo me adelanto para avisar a don Quijote de que se vaya vistiendo.
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Al cura y al barbero les pareció bien, así que se sentaron a descansar a la sombra de unos árboles mientras Sancho iba en busca de su señor.
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-¡Si será mala la locura de don Quijote -dijo el cura- que se le ha contagiado a Sancho en un visto y no visto!
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-Así es -respondió el barbero-, y lo peor es que...
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Iba a añadir algo cuando de pronto empezó a oírse una voz dulcísima que cantaba con honda tristeza. Llenos de curiosidad, el cura y maese Nicolás se asomaron por entre unos arbustos, y así descubrieron que el que cantaba era un joven labrador. Se había metido en un arroyo para refrescarse los pies, que eran de una finura deslumbrante: más blancos que la nieve y tan delicados como si sólo hubieran caminado sobre alfombras de flores. Pero lo que más asombró al cura y al barbero fue que el muchacho dejó caer sobre sus hombros una melena larga y tan rubia que parecía de oro puro.
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-¡Pero si es una mujer! -susurró el cura.
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-¡Y la más hermosa del mundo! -exclamó el barbero.
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9) Como lo dijo más alto de lo que debía, la muchacha alcanzó a oírlo, y se asustó tanto al notar que la espiaban que salió a toda prisa del arroyo y echó a correr como alma que lleva el diablo.
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-Deteneos señora -dijo el cura-, que no queremos haceros daño, sino serviros como buenos cristianos.
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La muchacha no le hizo caso, pero su carrera terminó muy pronto, porque, como sus pies eran tan delicados, no pudo sufrir la aspereza de las piedras, y acabó cayendo al suelo. Y allí se quedó, pensativa, sin decir nada y con gesto muy triste. El cura y el barbero se le acercaron, y trataron de animarla lo mejor que supieron, pero la muchacha siguió muda por un buen rato como si hubiese perdido la lengua hasta que los dos hombres se ganaron por fin su confianza y ella aceptó contarles su historia.
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-Me llamo Dorotea -dijo- y voy buscando a un hombre al que quiero más que a mi propia vida. Su nombre es don Fernando, y es un joven rico y de alto linaje. Yo le entregué mi cuerpo y mi alma porque me dio palabra de matrimonio, pero hace algunas semanas se marchó de su casa sin despedirse de mí y ya no he vuelto a saber nada de él. Así que voy buscándolo por los caminos para hablarle, porque mi corazón no descansará hasta que sepa las razones por las que don Fernando me ha desdeñado. Y el motivo por el que voy vestida de hombre es para evitar los peligros que corremos las mujeres cuando viajamos solas.
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El cura y el barbero se comprometieron a ayudar a Dorotea en su búsqueda, y ella les agradeció la ayuda con dulces palabras.
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10) -Pero, díganme, ¿y vuestras mercedes qué hacen en la sierra? -preguntó la muchacha.
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Y así fue como supo de la locura de don Quijote y de la artimaña con que el cura y el barbero querían devolverlo a su casa.
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-Yo os ayudaré -dijo Dorotea-: me pondré mis ropas de mujer y haré de princesa con mucha propiedad, porque he leído más de una docena de libros de caballerías y conozco mucho su estilo y las costumbres de las princesas.
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De modo que, cuando Sancho volvió, se encontró frente a frente con la mujer más bella que había visto en su vida. Dorotea se había puesto un manto precioso que redoblaba su hermosura y llevaba un collar de esmeraldas que parecía digno de una reina.
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-¿Quién es esta fermosa doncella? -preguntó.
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-Es la princesa Micomicona -le respondió el cura-, que busca a don Quijote para pedirle que la vengue de un gigante y promete pagarle el favor con muchas riquezas.
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-¡Dichoso hallazgo! -exclamó Sancho Panza-. ¡Ya verá qué pronto mata mi señor a ese hideputa de gigante!
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Cuando llegaron por fin junto a don quijote, lo encontraron más flaco y amarillo que nunca, porque llevaba tres días pegando brincos y dándose cabezadas contra los árboles sin comer otra cosa más que hierbas. Dorotea se le acercó en compañía del barbero de las falsas barbas y se arrodilló diciendo:
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-¡Oh valeroso caballero!, no me levantaré de aquí fasta que me otorguéis un don que quiero pediros.
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11) -Yo vos lo concedo siempre que no haga daño a mi patria ni a mi señora Dulcinea del Toboso -respondió don Quijote.
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-Señor mío, yo soy la princesa Micomicona, y he venido desde el lejano reino de Micomicón para pediros que matéis al gigante Pandafilando, que quiere quitarme el trono. Mi padre, que es un mago muy sabio, me dijo que en España encontraría al caballero más valeroso del mundo, que se llama don Azote o don Cogote...
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-Don Quijote, señora, don Quijote -corrigió Sancho.
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-Mi padre también me dijo que podría reconocer al caballero que buscaba porque tiene un lunar pardo con dos pelos muy negros debajo del hombro izquierdo...
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-Sancho, hijo -dijo entonces don Quijote-, ayúdame a quitarme la camisa, que quiero ver si soy ese caballero.
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-No hace falta, señor -respondió Sancho-, que yo he visto que vuestra merced tiene en la espalda un lunar con dos pelos más gruesos que las cerdas de un cepillo.
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-Entonces pongámonos en camino, señor don Quijote -dijo Dorotea-, pero con la condición de que no os entrometáis en ninguna otra aventura fasta que me venguéis de Pandafilando. Y, si salís victorioso, me casaré con vuestra merced para haceros rey, y así podréis nombrar a Sancho gobernador de una de mis ínsulas.
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-¡Viva la princesa Micomicona! -dijo Sancho, loco de felicidad, y corrió a besar las manos de Dorotea.
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En cambio, don Quijote respondió con rostro serio:
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12) -Señora mía, lo de casarme con Su Alteza es imposible, porque mi corazón es de Dulcinea del Toboso.
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Sancho no podía creerse lo que estaba oyendo.
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-Pero, ¿es que va a dejar plantada a una princesa para irse con la hija de Lorenzo Corchuelo? -exclamó-. ¡Así jamás seré gobernador! Pero, ¿no ve que Aldonza Lorenzo no le llega a doña Micomicona a la suela del zapato?
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Al oir aquello, don Quijote se irritó tanto que levantó la lanza sobre Sancho y le soltó dos buenos palos en las espaldas.
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-¡Villano, majadero! -gritó-. ¡Retira lo que has dicho de Dulcinea o te quedarás sin la ínsula que he ganado para ti!
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-Lo retiro, señor -dijo Sancho poniéndose de rodillas-, y perdóneme, pero es que yo no sé callarme cuando una cosa me viene a la punta de la lengua...
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-Ya lo sé, Sancho, y perdóname tú también, pues no logro reprimirme cuando alguien habla mal de la señora de mi alma.
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Satisfechos los dos, el grupo se puso en camino y, nada más salir de Sierra Morena, se les unió el cura, que fingió que pasaba por allí por pura casualidad. Aquella tarde, el barbero cayó por accidente de su caballo y perdió de golpe sus barbas postizas, con lo que estuvo a punto de dar al traste con la artimaña del cura. Don Quijote lo vio todo, pero le dio una explicación acorde a lo que había leído en sus queridos libros:
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13) -¡Si serán malvados los encantadores que me persiguen -exclamó- que le han quitado a este hombre las barbas como quien no quiere la cosa, tan sólo para advertirme de que no vaya al reino de Micomicón! Pero esos avisos no van a asustarme, porque, cuando los caballeros como yo tenemos un deber que cumplir, no hay encantador en el mundo que pueda ponernos miedo.
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Mientras don Quijote pensaba en voz alta, el cura se acercó al barbero y volvió a pegarle las barbas con mucho disimulo, después de lo cual dijo unas palabras mágicas que, según él, servían para devolverle las barbas al que las había perdido.
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-Entonces tendréis que enseñarme ese conjuro -dijo don Quijote, muy admirado-, porque, si vale para pegar barbas, también servirá para cerrar las heridas que los caballeros recibimos de continuo en nuestras batallas.
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En eso llegaron junto a una fuente, donde se detuvieron a almorzar y, cuando volvieron al camino, don Quijote se apartó del resto junto a Sancho y le preguntó qué había dicho Dulcinea al recibir la carta.
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-A decir verdad -respondió el escudero-, no llegué a entregarle vuestra carta...
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-Ya lo sé, Sancho, porque el librillo me lo quedé yo sin darme cuenta. Pero seguro que se la dictaste de memoria a algún maestro.
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-Se la dije a un sacristán, y la copió al pie de la letra.
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-Y dime, Sancho, ¿qué hacía la reina de la hermosura cuando la viste? Sin duda estaría ensartando perlas o bordando unas sedas con hilo de oro...
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-Cuando yo llegué estaba cubriendo de sal unos lomos de puerco.
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-Pero seguro que al acercarte a ella sentiste un delicioso aroma de rosas...
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-Lo que noté fue un olorcillo algo hombruno, pero sería que estaba sudada de tanto traer y llevar los puercos.
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-No sería eso, Sancho, sino que tú estarías algo acatarrado, o que te oliste a ti mismo, porque mi Dulcinea huele mejor que los lirios del campo. Pero, ¿sabes qué es lo que más de maravilla, Sancho? Que sólo has tardado tres días en ir al Toboso y volver. seguro que fuiste y viniste por los aires, ayudado por algún hechicero que me aprecia.
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-Eso sería, señor -respondió Sancho-, porque yo noté que mi borrico andaba como si volara.
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Así siguieron un buen rato, don Quijote haciendo preguntas y Sancho contestándolas con lo primero que le venía a la lengua. Y, aunque el pobre escudero salió bien de la prueba, maldijo a quienes le habían obligado a decir tantos embustes, pues había sudado cien veces más con aquellas pocas mentiras que en toda una vida de trabajar en el campo.
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[adaptación de Don Quijote de Miguel Cervantes, de Agustín Sánchez, ed. Vicens Vives, Barcelona, 2005]